sábado, 21 de mayo de 2011

El tiempo entre las cosas y ese intento por reponer en el vacío, por Silvina Pirraglia – Julio 2011.

El tiempo entre las cosas es la exposición de la obra más reciente de Diego Figueroa que puede ser visitada en Braga Menéndez hasta el 16 de Julio. Compuesta de once obras (seis dibujos y cinco instalaciones escultóricas), se nos presenta de buenas a primeras y como su título lo indica, como el relato (fragmentario) del espacio temporal entre dos cosas: ese espacio vacío que sucede en alguna parte entre el objeto representado y una acción que ha ocurrido, entre una obra y otra, y cuyo sentido necesita ser reconstruido por aquel espectador que quiera detenerse a pensar.

Braga Menéndez nos dejó solos y “a pata”: ninguna de las obras llevan nombre o referencia alguna. Tampoco contamos con texto curatorial que nos sirva como guía de ruta para recorrer algo que se nos aparece como una gran cebolla de varias capas. Entonces, ¿cómo escribir sobre lo que no se nombra? ¿Apelando a la confianza y la intuición? ¿Dejando de lado titánicos mandatos superyoicos y ese deseo irrefrenable (e irreal) por abarcarlo todo? Dentro de la dificultad planteada también podemos tomar la carta de “invitación hacia un intento más liberador”.

La serie de dibujos de hojas muertas (todos ellos en tamaño medio), en colores brillantes y bien hiperrealistas llevan la impronta de ese espacio temporal que mencionábamos al comienzo, donde algo ya ha ocurrido y esas hojas han ido a parar al cemento, y debemos ir hacia atrás, a un pasado imaginario.

“A mi mirada lo que le interesa es el espacio que se encuentra entre el objeto representado y el medio con el que esa representación está construida”, dice Figueroa y nos abre una puerta. O mini hendijas, a decir verdad, micro espacios por donde no es fácil ingresar.

Figueroa trabaja con diversos materiales, en su mayoría de desecho. Ladrillo molido, aserrín, chapa y objetos vulgares resemantizados: una tabla de planchar con manos impresas, quemadas y montada sobre un neumático; una planta dentro de un fuentón de plástico intervenida y ahorcada por una estructura de ladrillos pequeños y enrejada; un tender intervenido por broches que ya no cuelgan ropa sino que forman un cubo; una cabeza que se posa sobre una mano hechas en maderitas cortadas, montadas sobre un trípode de cabos de escoba y chapa; dos cuerpos que fueron interceptados casi en el aire en un instante apasionado por dos hierros rojos; un niño pequeño, como de pesebre viviente, realizado en ladrillo que reposa sobre un neumático iluminado por una lamparita colgante.

La obra de Figueroa es compleja y brutalmente bella. Nos habla de a ratos poéticamente casi siempre desde una estética de la precariedad, desde la reunión de distintos materiales (son esos y no otros) y lo hace de un modo arriesgado. ¿Acaso el cómo no es todo?

Nos pide que vayamos hacia ese momento previo al hecho consumado, que nosotros como espectadores, tendremos que reponer. Es una obra que funciona hasta en esos espacios que no controla. No nos muestra un universo unánime de verdades últimas y no importa tanto, citando a Sontag lo que dice, sino lo que hace. ¿Y qué hace? Que nos detengamos y nos demoremos. Nos da y nos quita. Se abre pero hasta cierto punto y nos despista. Nos pide que elaboremos pero no nos asegura que lleguemos a destino. Se enuncia como una melodía bizarra, como un viejo bolero o una cumbia que suena de fondo en un paisaje de provincia, de a ratos disonante pero que no incomoda, sólo desconcierta. Pareciera que, Diego Figueroa, porteño de nacimiento y chaqueño por elección, hubiese elegido “Resistencia” como un verdadero lugar de enunciación.





































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